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martes, 5 de abril de 2016

Fotografía

Ella siempre decía que no le gustaban los flashes. Que le merecían más respeto las fotografías con luz natural, que supieran captar la esencia indeleble de la belleza que se esconde en el interior de lo inerte. Y de lo vivo.

Y entonces el objetivo capturó todo aquello que no se podía describir con palabras. Los lunares de su espalda eran demasiado hermosos cuando reposaban en el otro lado de mi cama. Y no encontraba manera más justa para retratarlos que deslizar mis dedos cargados de poesías y heridas sin cicatrizar, procurando que fueran lo suficientemente dignos para intentar sellar con caricias los miedos que escondía en el interior de su ombligo.

Rozar con los pies el suelo y con las yemas de los dedos el alma se parecían demasiado a una noche entre sus piernas y sus abrazos. Sus besos saciaban la sed del sediento y colmaban de manjares al hambriento. Aunque yo siempre quería más.  Siempre quedabas deseoso de aquel elixir que solo ella emanaba. Solo ella. Nadie más.

No hacían falta palabras. Una mirada guardaba en mi recuerdo todo lo que había callado. El inestimable valor de su sonrisa o como hacerme sentir que los milagros existían si venían de sus manos. Que si sus labios pronunciaban mi nombre me llevaba a un estado demasiado parecido a lo que algunos llamaban Felicidad. Pero no tenían ni idea, porque no la conocían. No podían captar sus medias sonrisas cargadas de silencios, o su mirada benevolente y solidaria, o cómo parecían llamas sus pupilas  cuando le quemaban injusticias en la piel. No podían sentir su pecho explotar de placer cada viernes por la noche o cómo la brisa le acariciaba el pelo cada atardecer en el templo de Debood. O cómo miraba con ansias de exprimir la vida a cada bocanada de aire, a cada baile, a cada risa.

Mi cámara se enamoró de su silueta como mi persona lo había hecho tiempo atrás. Con calma y ternura. Quería mostrar en mil imágenes la calidez de su presencia, el aroma de su pelo o el sabor dulcemente salado de su piel. Quería, de manera altruista, enseñarla al mundo, con la delicadeza de  quien presenta su bien más preciado. No podía guardarla solo para mí. Sería egoísta, pues sabía que tenía enfrente de mis ojos la cura de todo dolor de la humanidad.

Y por eso, me dediqué a la fotografía.
Quería mostrarla al mundo.
Quería hacerla inmortal. 


2 comentarios:

  1. la vida pasa pero las fotos permanecen...y no hay mayor fuente de recuerdos que una foto para la memoria frágil.

    Salud!

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  2. Totalmente de acuerdo contigo, Óscar! :)

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