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sábado, 10 de octubre de 2015

Los "Raros"


Él estaba  ahí.  De pie parado.  Había esperado demasiado tiempo para ese momento y ahora estaba bloqueado. Había trabajado mucho en ello y ahora su cabeza iba tan rápido que no podía pensar con claridad. Ojalá pudiera mandar sobre sus pensamientos.

Era un día soleado, la calle estaba casi abarrotada de gente y eso le ponía algo nervioso. Pero ahí estaba ella, sonriente, con su tez morena al sol y su pelo caído sobre los hombros, tomando un café en la terraza de aquel bar. Estaba más guapa de lo que solía normalmente. Quizá fuera ese pañuelo verde; le sentaba realmente bien.

Él estaba en el semáforo de la calle de al lado, sin atreverse aún a separarse del coche. Todavía repasaba las frases que había ensayado la noche anterior. Sonaban realmente bien en su cabeza aunque bueno, en realidad no siempre podía fiarse del todo de su cabeza. Pero estaba seguro de que aquellos pensamientos no eran del mismo tipo que los que le hacían sufrir. Al menos, no los acompañaban las mismas sensaciones de miedo e incertidumbre. Eso era bueno.  Se repetía una y otra vez que hoy podía salir bien.

En realidad estaba nervioso. Daba pequeños paseos desde el coche a la esquina. Uno, dos, tres, vuelta.  No le importaba si la gente le miraba. Él observaba sus zapatos mientras repetía en su cabeza cómo podría saludarle.

No la seguía. Nunca lo había hecho. En una ocasión creyó que era ella quien le seguía a él. Pero con ayuda de su profesional comprendió que simplemente Mariela tenía por costumbre quedar a tomar un café con una amiga cada día al salir del trabajo. Quizá fuera una amiga de la infancia. Quién sabe. El caso es que la cafetería estaba justo enfrente de su casa. Casi enfrente de donde solía aparcar el coche. Vaya casualidad.

Miguel estaba realmente angustiado. Notó cómo empezaban a temblarle las manos y se dio cuenta de que tenía que hacer algo para controlarlo. Se apoyó en el coche e intentó recordar cómo lo había hecho otras veces. Vale, sí… Respira. Hondo… una… dos… tres… así.  Cerró los ojos. Intentó imaginar algo que le hiciera sentir bien. Algunos pensamientos iban a toda velocidad y le era complicado concentrarse.

No supo cuánto tiempo estuvo así. Quizá más de la cuenta. O quizá menos. A veces le era difícil medir el tiempo, por eso acostumbraba siempre a llevar reloj. Giró la cabeza y vio que aún Mariela seguía hablando tranquilamente con su amiga. Tenía tiempo.

Ella era la única que le saludaba sonriente en el trabajo. Llevaba cuatro años trabajando de administrativo en una empresa. Siempre le había resultado complicado relacionarse con las personas. No era que no le gustase estar con gente, pero solía pensar que al final iban a hacer algo en detrimento de su bienestar y de su posición. En el trabajo solía ser bastante suspicaz y eso le había llevado a enfrentamientos. Realmente no es que pensase que hubiese un complot contra él. Bueno, había días que sí podía llegar  a pensarlo. Pero más  bien era miedo. No le gustaba esa sensación de inseguridad. Luego había aprendido que sus actuaciones también provocaban las reacciones de los demás. Pero le había costado.

Tenía costumbres que sus compañeros no comprendían.  Le gustaba que el café se lo sirviese el mismo camarero todos los días y tenía que aparcar el coche siempre en el mismo lado de la acera, al lado del semáforo. Alguna vez había tenido palabras subidas de tono con algún vecino. También era algo supersticioso por lo que evitaba los gatos negros o pasar por debajo de andamios y escaleras.  Si por desgracia algún día lo hacía, estaba nervioso hasta el día siguiente, y era casi mejor no hablarle.
Con todas estas cosas, en la empresa se había ganado el apodo de “el raro”. No le habían echado porque realmente era bastante competente en sus tareas. Pero cuando iba a la cafetería normalmente se sentaba solo. Únicamente Mariela y quizá alguna otra compañera se sentaban alguna vez con él. Hablaban coloquialmente y le preguntaban qué tal el día. Pero él se ponía nervioso. Le gustaría poder ser “normal” en las situaciones sociales.  Conservaba pocos amigos y normalmente, los planes con ellos eran tranquilos.

Le gustaba tocar el piano. Había aprendido cuando era niño y aún se acordaba. Tenía un teclado en casa que tocaba muchas tardes para relajarse. También le gustaba la lectura. Su última adquisición había sido un libro de García Márquez que no estaba del todo mal.

Los fines de semana aprovechaba para pasear por un parque cercano. Le ponía algo nervioso los perros que corrían sin correa, pero le gustaba mirar al lago y a veces echaba de comer a las palomas que se posaban en un banco próximo. De camino a  casa pasaba por una librería de segunda mano y casi siempre acababa llevándose a casa un libro “nuevo”.

Pero de un año a esta parte lo había pasado realmente mal. Le costaba contárselo a nadie. El año pasado estuvo de baja laboral porque al jefe se le ocurrió despedir personal justo cuando acababan de enfrascarse en otro proyecto con la empresa amiga. Nunca antes habían tenido tanta carga de trabajo y eso a Miguel le saturó.

Casi sin darse cuenta empezó a estar más reacio con todo el mundo, más desconfiado y más huraño (más de lo habitual).  No le daba tiempo a acabar con todas las tareas diarias y pese a las horas extras, siempre surgían complicaciones. Un día, comenzó a pensar que realmente el jefe quería echarle pero como era un buen trabajador, no sabía cómo, por lo que seguramente sus compañeros estaban compinchados contra él.  Probablemente fue su imaginación, pero a veces oía ruidos raros, sutiles, cuando se quedaba casi solo en la oficina. Tenía 30 años pero debía reconocer que eso le daba auténtico terror. A veces los ruidos los escuchaba también en casa.  Durante  esos días la situación fue volviéndose cada vez más insostenible, hasta el punto de llegar a escuchar diálogos sin sentido provenientes de ningún lugar. Su estado de activación iba cada vez a más y finalmente, un día,  acompañado de su madre, fue a urgencias.

Desde allí le derivaron a Salud Mental y le pusieron no se qué diagnóstico que no sabría especificar. Tampoco quería saber el nombre de ninguna etiqueta.  Y le medicaron. Él siempre había sido reacio a tomar pastillas. No le gustaban. Solía aguantar a estar varios días seguidos con dolor de cabeza para tomar un simple paracetamol. Pero el psiquiatra le insistió en la necesidad del tratamiento. Él pensó cosas que ahora considera absurdas pero lo cierto es que casi lo tuvieron que contener. Se plantearon incluso internarlo, pero finalmente accedió. Ya era “raro”,  no estaba dispuesto a que también le llamaran “loco”. 

Estuvo de baja laboral unos meses, con miedo por supuesto de que le despidieran al volver. Eso era algo que le había angustiado enormemente.  Poco a poco, su angustia fue pasando, incluso volvió a dormir sin pesadillas. Conforme pasó el tiempo empezó a calmarse  y se decidió a ir a ver a una psicóloga. Le costó bastante pero también, acompañado de su madre, accedió. Su madre era de las pocas personas en las que podía confiar y sabía que sólo quería lo mejor para él.

Desde aquellos días, todo está yendo bastante bien. Empezó a ser consciente de algunas cosas que antes no contemplaba  y aunque le costaba, intentaba no ser rígido en su pensamiento y mirar otras perspectivas. Hacía sólo dos semanas que había vuelto al trabajo.  Se animó cuando unas semanas antes recibió una llamada de Mariela, preguntándole qué tal estaba e informándole de que todos le echaban de menos. Mariela tenía un cargo superior a él y de alguna forma, coordinaba su sección: “¿Sabes? El que te está sustituyendo no  lo hace mal, pero estábamos acostumbrados a tu eficiencia, Miguel. ¡Y ya nadie avisa de los riesgos de pasar por debajo del arco  a los que entran nuevos! En realidad es algo que al resto se nos olvida, Carlos el otro día casi se cae. Espero que vuelvas pronto porque te echamos de menos”.

Aquellas palabras le animaron a valorar su estado actual y a reflexionar con el médico la posibilidad de volver al trabajo. Tendría que seguir tomando cierta medicación y estar atento a los síntomas que antes había sentido pero bueno, quería volver a su vida anterior.

Y aquel día, había dado el paso más grande de todos.  Se había decidido a hablar a Mariela fuera de lo estrictamente laboral. Cruzar la acera, saludarla, hablar amistosamente y quién sabe, quizá seguir saludándola todos los días con la excusa de que vivía enfrente.

Sin darse cuenta se encontró sonriendo al hacer balance de lo que había conseguido en esos meses. Había vuelto a tocar el piano y el fin de semana anterior había retomado sus paseos por el parque. La brisa fresca le animaba en sus momentos de bajón y sentía como si aún tuviera ese efecto en el cuerpo.

Se incorporó.
Miró hacia la acera de enfrente, y cruzó el semáforo.



Chica Salada