Los surcos de sus arrugas sólo dejan ver la amargura de unos
años que han vivido demasiado. Quizás, tal vez, han soportado algo excesivo.
Quizás, sólo quizás, han ido más lejos de lo que podían haber aguantado.
Sólo sus pestañas intentan contener las lágrimas, que se
abren paso, sin compasión, por su rostro decaído. Cada poro de su piel, susceptible al fuego
del dolor, se quema sin previo aviso. Y yo no sé qué hacer. Quise abrazarla,
pero antes de poner mis manos en su espalda supe que de nada serviría lo que pudiera
hacer. Había demasiado dolor en su mirada. Tanto que me quemó. Me quise
desvanecer. Quise fundirme en sus lágrimas desgarradas.
No pude sentir su tacto, sólo eran heridas magulladas. ¿Qué
había sido de la suavidad, del olor de su piel? Se había esfumado con los años.
Aquella mujer que amé con toda mi alma era ahora la ínfima sombra de lo que
fue. Su belleza había sido devastada. No sólo eso; la miraba… y ya no había
nada.
No levantaba la mirada. Sólo estaba ahí, en silencio,
cabizbaja. Recogida en el suelo en posición indefensa, humillada. Quise morir
con ella. Aún respiraba y me miraba, pero en su rostro, se esfumaba la vida,
sin que ella misma pudiese hacer nada. La sonrisa de su cara había dado paso a
unos pómulos prominentes que la esqueletizaban. No irradiaban la energía que me
enamoró. No emanaba la felicidad que ella un día me dio. Ya no estaba. Su
cuerpo desvalido estaba en el suelo del piso, esperando a su verdugo, esperando
a su captor.
Supe que no lo amaba, supe que hacía tiempo había dejado de
ver al hombre del que un día se enamoró, con el que quiso para siempre, ser.
Por el que sentía pasión. Pero eso se había acabado, él cambió, o quizás se dio
cuenta ella después de cómo era su no amor. ¿Qué iba a hacer, si su vida era
él? Me dio rabia que no se acordara de su vida anterior. Antes de todo el
sufrimiento, los golpes y el horror. Fue feliz y bella. El sufrimiento la
cambió. Pensó que ya no valía la pena. Confundió la costumbre con el amor.
Ahí estaba ella, tirada en el suelo del salón. Y de repente,
como cada noche, él llegó.
Ahí estaba ella. Muriéndose en vida sin que yo pudiera parar el horror. Las imágenes martilleaban mi cabeza como un falso recuerdo que me
insinuaba lo que la noche anterior pasó. Y ya no podía hacer nada. Ella ahora
estaba delante de mí, en su ataúd marrón.
Él la mató. La mató mucho antes de que pudiera darse cuenta.
Ojalá… hubiera podido darme cuenta yo.
Chica Salada