Susurré palabras dulces al viento, quizás pretendiendo que
me escuchara. Quizás pretendiendo que levantase la cabeza y me mirara.
Ahí estaba ella, sonriente y pensativa, como acostumbraba a
verla todas las tardes en esos días. Tardes vacías que sin ella sentía yo. Ahí estaba de nuevo, mirando dulcemente a los transeúntes. Observando, en silencio, vislumbrando el exterior. Contemplando aquellas vidas, seguramente tristes, que podía ella inundar de color.
Estaba con sus amigas, como siempre. Reían y charlaban, pero
distinguí en su mirada la sombra del dolor, sombra que le atormentaba, pese a las risas, pese al sol, pese a la alegría, a la vida y al amor. Sombras de un amor puro y
alejado, de unos besos robados y unos sentimientos fríos, de llanto. Sombra que le
recordaba de la vida, el vacío y el desengaño.
Se refugiaba en el sol. En las largas tardes de verano. En
su cabello largo, oscuro y ondulado, en su mirada intrigante y en su suave tacto. Ahí
querría también refugiarme yo, en sus labios condensados. Esos que se inundan
del calor de su corazón y que a la vez ocultan el frío de sus manos.
Ahí estaba ella. Reluciente al sol. Su tez dorada brillaba
por encima del horizonte de color, por encima de muchas miradas que podrían observarla, vislumbrar aquél rostro dulce de amor.
Ahí estaba ella. Y ahí, contemplándola, estaba yo.
Ahí estaba ella. Y ahí, contemplándola, estaba yo.